21 de noviembre de 2024
OpiniónPortada

Una certeza y un conjuro

(Relato de una extranjera que no se sintió como tal en China)

Susana Castillo Lagos

Del 10 al 26 de octubre de 2018 estuve en tres ciudades de China: aterricé en Shanghái, viajé en tren hacia Pekín y después hacia Changzhou, desde donde tomé otro tren para regresar al primer punto y volar de vuelta a México.

Mi estancia fue para cubrir y ser alumna de la undécima edición del curso Cultura y Negocios en China, realizado por el Centro de Estudios China-Veracruz (Cechiver) de la Universidad Veracruzana (UV) en coordinación con la Universidad de Changzhou.

La Ciudad Prohibida en Pekin‚|‚

Estuve allí y no visité la parte de la Muralla a la que se accede desde Pekín ni entré al Templo del Cielo. En vez de poner pie en estos lugares emblemáticos elegí caminar por el centro, visitar un par de librerías, recorrer una plaza comercial, tomar decenas de fotos, observar. Ese paseo convirtió en certeza la sensación que tuve desde el primer momento en el que conviví con quienes habitan este país: desconocer su historia y sus costumbres no fue motivo para sentirme ajena.

Durante mi estancia caminé como nunca. Me desplacé en taxi, minivan, autobús, metro, a bordo del tren rápido y del tren de levitación magnética (Maglev). Ni los 600 kilómetros por hora que este último alcanza, superaron la felicidad que experimenté en una moto taxi ideal para dos personas, aunque nosotras éramos tres, manejada por una señora que, por su forma de acelerar y meterse entre los demás vehículos, tenía un total dominio de su transporte y de las calles. Gracias al zangoloteo el traslado fue desestresante y no paramos de carcajearnos los más de 20 minutos que duró el trayecto, hasta que la conductora nos dejó a salvo en la puerta del hotel.

Algo que también valoré en este viaje fue el trato amable de todas las personas con las que coincidí, sobre todo aquellas a las que retraté. Ninguna puso reparos, siempre hubo sonrisas y gestos cordiales, calidez que denota cuánto les gusta que su país sea visitado y conocido. Esto lo comprobé en distintos momentos, pero el más significativo fue cuando casi una veintena de señoras me animaron a bailar con ellas la coreografía que hacían afuera de un edificio, al caer la noche. 

Otro momento memorable fue la visita al Museo de Changzhou, específicamente al edificio en el que se albergan la historia y evidencias de su proceso de urbanización. En la última sala, una representación a pequeña escala de toda la ciudad, me dio una idea del tamaño de Changzhou. Verme ahí, como gigante, entre construcciones miniatura iluminadas por foquitos LED, me conmovió hasta las lágrimas. Me hizo pensar en mi pequeñez y, si acaso, dimensionar un poco el territorio (cuatro mil 385 kilómetros cuadrados) que abarca una sola ciudad de una de las 23 provincias que conforman a esta nación (cuya área total se estima en poco más de nueve millones 600 mil kilómetros cuadrados).

Algo más: en China son muy cuidadosos y respetuosos en su trato. Es fácil acostumbrarse a caminar sin miedo por sus calles, así como a dejar a la vista objetos de valor que estarán donde fueron dejados sin importar si uno se aleja o no está tan pendiente de ellos.

Hoy, que han pasado casi cinco años de aquel viaje tengo otra certeza: no visité la Muralla ni el Templo del Cielo como una forma de pactar, en silencio, la promesa de un regreso. Como un conjuro para, en un mediano plazo, volver a maravillarme por todo lo que significa este país para la historia y presente de la humanidad.

«En China me sentí como en casa»: Susana Castillo Lagos.