«La vorágine», la novela más importante de la literatura colombiana
Irma Villa
La vorágine es quizá el título más complejo de los que integran la colección Biblioteca del Universitario, o para mí así lo ha sido, de la Editorial de la Universidad Veracruzana. Sin embargo, su complejidad hace que uno quiera saber más de lo que sucede en las pequeñas poblaciones, en esas landas llenas de moriches (es decir, llanuras llenas de palmas), donde los nativos aún no eran “civilizados” y por ello los hombres elegantes, vestidos con trajes blancos, como Barrera, abusaban de ellos.
La cantidad de palabras nuevas que aporta esta novela, solo puedo compararla con la del italiano Paolo Sorrentino, en Todos tienen razón, con la diferencia que el colombiano José Eustasio Rivera (1888-1928) escribió La vorágine en 1924.
De ahí que no me extraña que, a cien años de su publicación, esta obra sea “un clásico de la literatura hispanoamericana (que en Colombia desde 1867 solo correspondía a María de Jorge Isaacs), junto a Los de abajo de Mariano Azuela, Los ríos profundos de José María Arguedas y Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, entre otros.”
El prólogo realizado por Pablo Montoya es una pieza literaria aparte. El escritor la califica como “la más emblemáticas de las novelas de la selva”, que es tan prolija como copiosa, al grado que el lector ya quiere saber cómo es Arturo Cova, indagar por qué golpea a Alicia, si ella lo ha dejado todo por él; hurgar en esa selva colombiana que se devora a los indígenas y vuelve muy ricos a los dueños de las plantaciones de caucho; conocer, sobre todo, a Clemente Silva.
En el inicio de la novela, uno percibe que la primera voz (Arturo Cova) es un hombre inconforme, que gusta de las mujeres, pero no siente nada; su corazón, confiesa, está invadido por el silencio, le faltó decir que es un macho vanidoso y ególatra.
La historia comienza en Villavicencio, lugar del que huye junto con Alicia, una joven rica, cuyo conocimiento de la vida y sus crueldades son nulos. Sin embargo, él no sentía nada por ella, si acaso un poco de conmiseración, sentimiento que cambiará conforme avanza la narración.
Con un lenguaje abundante, tal como si fuera un naturalista, José Eustasio Rivera, se refiere a plantas, árboles, y animales, así como terrenos con el nombre exacto, lo mismo a las flores, hojas, etc. Y lo mismo hace para mencionar a las personas, a las que ubica mediante el oficio que desempeñan.
Pasa de ser un perseguido con corazón de poeta, para acabar como un luchador furioso que desea ajusticiar a todos los hombres como Barrera, un mercader de humanos, que será devorado por “caribes”, peces pirañas.
En el prólogo, también se lee que Rivera “pertenece a la generación del Centenario, conjunto de escritores que vivieron su adolescencia y juventud en medio de las convulsiones políticas de los conservadores y liberales colombianos. Tales pugnas llevaron al país a una guerra civil, la de los Mil Días (1899-1902), cuyas consecuencias fueron su más de cien mil víctimas, la pérdida de Panamá y el empobrecimiento y atraso del país. Los del Centenario crecieron en una atmósfera de crisis social y abatimiento moral que ni los gramáticos de entonces, muchos de ellos situados en cargos gubernamentales, pudieron conjugar con sus exaltaciones latinistas y la idea de que Bogotá era la Atenas de América. Y se les llamó así porque sus integrantes, en su mayor parte poetas, publicaron parte de su obra hacia 1910, fecha de los primeros cien años de la independencia colombiana. Los unía, en general, un sentimiento de gran respeto al modelo republicano. A su guisa, defendían la paz y denigraban la violencia. Fueron, además, viajeros que supieron nutrirse de las tendencias en boga: el Romanticismo hispánico, aun presente con ciertos toques anacrónicos; el modernismo latinoamericano, que estaba en todo su furor, y el parnasianismo y el simbolismo franceses, expresiones más tardías. Estas maneras de cantar y de contar, como un particular abanico, se reflejan en La vorágine de Rivera. Y ello se da gracias a que su protagonista, Arturo Cova, es justamente un poeta que podría situarse en esta generación.”
A un siglo de su publicación, dice Montoya, esta obra se lee con “la impresión rotunda de que el proyecto nacional en que se ha sostenido Colombia, a lo largo de sus más de doscientos años de vida republicana, es frágil y quebradizo por la irresponsable improvisación de sus élites dirigentes”.
¡Hasta el próximo jueves!